Desde la escollera miraba el viejo la arena de la playa, era de un color amarrillo brillante por el sol, le traía recuerdos, recuerdos de otra época, cuando él era un león.
La mano en la empuñadura de su alfanje le daba un porte especial, sus hombres lo miraban y en sus caras se veía la fascinación, que solo lo logra un líder. Miraba atentamente el horizonte mientras su caballo escarbaba nervioso en la arena, presintiendo la batalla. Un movimiento imperceptible en los ojos de Moreno hizo que sus hombres miraran en la dirección a la cual ya señalaba con su mano. A lo lejos se veían puntos pequeños que levantaban el polvo, la formación de ataque indicaba que ya los habían visto. Moreno da una orden simple y rápida, cuando todos estaban en sus puestos, indica que esperen su orden para atacar, todos sabían cual era esa orden y por eso lo amaban.
Cuando solo faltaban unos cientos de metros comienza la súbita carrera del jinete para encontrarse de frente con los atacantes, esta es el movimiento que esperaban, era tan valiente y aguerrido que siempre era el solo quien comenzaba la lucha. Al mismo tiempo como si fueran un solo hombre atacan al enemigo, los alfanjes desenfundados y los rifles listos.
Con veinte metros de ventaja Moreno ya había matado a varios hombres con su espada cuando llegaron a cubrir su retirada para organizar el segundo ataque desde la retaguardia. A la orden de disparar, quince guerreros colocaron sus balas correspondientes en quince hombres derribándolos de sus caballos, tal así era la puntería que lograron con la práctica enseñada por aquel hombre que era su jefe.
Luego de diez minutos todo había terminado, solo quedaban heridos y moribundos entremezclados con los muertos. Las bajas de ellos fueron pocas comparadas con el enemigo. La fiereza con la que combatían no tenía parangón. Moreno secándose el sudor y la sangre ajena encuentra entre los heridos al jefe de esa tribu que antiguamente les había prometido paz a Moreno y su gente. Al verlo fijamente mientras el hombre intentaba ponerse en pie aún con su mano en el sable curvo, Moreno se la quita y con desdén lo ayuda a incorporarse.
-Mátame aquí mismo León, le dice entre gemidos de dolor por el gran tajo que tenía en el pecho.
Lo pensó un momento y se dio cuenta que era mejor enviar un mensaje a toda la tribu, que antes eran vecinos y amigos del oasis.
-Tu muerte no vale ni una gota de mi sudor amigo.
-Entonces déjame tener una muerte honrosa a manos de mi cuchillo, le pide desesperado.
-Te usaré de ejemplo –dice suavemente, mientras le indica a uno de sus hombres que le aten las manos.
Desenvaina su espada y cuando la tiene en alto le dice: tus manos sellaron el pacto de amistad hace un año atrás cuando el oasis era generoso, ahora que esta casi seco, lo quieres arrebatar de nuestras manos, eso no lo puedo permitir –dice con una sonrisa sincera. Dicho esto de un solo golpe cercena las manos por arriba de las muñecas. Luego cauterizan los muñones con un cuchillo al rojo vivo, lo suben a un caballo donde lo atan bien para que no se caiga y enfilan al equino hacia su aldea.
Ve como el caballo se aleja al galope hacia las tiendas que le son familiares y emprenden el camino de vuelta llevando a sus muertos y dejando a los enemigos para pasto de los buitres.
El caballo cansado por el galope entra despacio en la aldea, todos lo miran sin decir una palabra y se queda bajo la sombra de una palmera descansando y resoplando por la sed. Uno de los hombres se acerca casi sin atreverse a ver el jinete recostado sobre el caballo casi cayéndose, éste abre los ojos y antes de pedir agua muestra sus muñones y solo dice una palabra que hace palidecer a los que escucharon ese nombre.
“Asad”.
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