martes, 22 de febrero de 2011

9º EL REY

El cielo rojo marcaba el fin del día, sediento y deseoso de llegar a las tiendas Moreno apura el andar de su caballo cansado, hacía ya diez días había partido de la aldea en busca de otro oasis. El pozo cada vez más seco y eso comenzaba a inquietar a su gente. A lo lejos ve una palmera de dátiles, sabiendo que solo crecen cerca de la humedad enfila hacia ese lugar. No escuchó el disparo pero alcanzó a divisar el fogonazo enfrente de él. Se agacho sobre la montura, pero sintió como el plomo mordía su carne, su brazo izquierdo quedo como muerto y la sangre comenzó a brotar de su hombro. Solo atinó a tomar su daga con la mano derecha antes de caer sobre la arena desmayado por el dolor.
La luz volvió a sus ojos poco a poco, pero su mente aletargada por la fiebre no podía dilucidar en donde estaba ni siquiera que día era. Repetía el nombre Elizabeth una y otra vez, mientras pedía agua. Pronto sus labios probaron un líquido tibio y picante, un té fuerte y espeso calmó el suplicio. Con la mente más fresca comenzó a recorrer el lugar con la mirada, grabando cada detalle de lo que veía, quizá así pudiera reconocer a su enemigo. Un anciano se acercó a mirar su herida mientras un muchacho joven de no más de quince años montaba guardia en la entrada de la tienda con un enorme sable que tenía incrustaciones de oro y rubí.
Lo saludó con la alegría de todo paciente que se siente atendido y le agradeció que lo haya salvado, evidentemente el joven hacía guardia cuidándolos a ellos. El anciano se presentó como un viajante que se dirigía a un pueblo a varios días de distancias para comercializar con especias cuando escuchó el disparo y fue en su ayuda, ahora era su invitado y nadie podría lastimarlo mientras estuviera bajo su tienda, esa era la ley del desierto. Cumplido este protocolo le ofrece otra tasa de té caliente. Pasaron los días, pasaron las noches y de a poco se fue recuperando, solo pensaba quien sería el que le disparó y el porque de eso.
Cuando ya pudo levantarse y pasaron las fiebres comenzó a ejercitar su hombro dolorido, otra cicatriz más en su cuerpo para sumar a las decenas de tajos que tenía por toda su piel. Estaba en sus ejercicios cuando el muchacho llega corriendo y les avisa que un grupo de jinetes se acercaba a su tienda. El viejo pensó un momento y solo le dijo a Moreno, es momento de que partan, le ofrece su antebrazo en señal de hermandad y abraza a su nieto fuertemente para encaminarse hacia el grupo de guerreros que se acercaban raudamente. Alcanzaron a tomar sus armas, aprontar los caballos y un poco de comida para poder irse a galope en dirección contraria a esa horda asesina. Desde lejos vieron como atacaron al pobre anciano sin dejarle defenderse siquiera, la furia de Moreno no tenía comparación con ninguna otra situación, sus ojos miraban empequeñecidos por la ira y el odio absoluto, estuvo a punto de ir en pos de los asesinos cuando recapacito al ver la cara de sufrimiento del muchacho a su lado, debía velar por el chico, así como ellos lo hicieron por él.
Retomaron otra vez su camino mientras los hombres se regocijaban revolviendo la tienda, hasta que los vieron y empezó la persecución. Fueron dos días interminables de miedo, galopaban de día y descansaban de noche, los caballos estaban casi reventados por la huída, no soportarían otro día más, encomendándose a su dios, el muchacho se despidió de Moreno, pensando que partirían al otro mundo en pocas horas. Cuatro horas después los caballos murieron de cansancio, caminando y corriendo seguían con su escapatoria, estaban apunto de enterrarse en la arena para esconderse de los perseguidores cuando alcanzan a divisar a lo lejos el pueblo al que deberían haber llegado de no ser por el infortunio de Moreno. El muchacho saca un cuerno de su bolsa y tomando aire profundamente sopla sacando de este un sonido gutural y agudo al mismo tiempo. Media hora después un grupo de hombres armados hasta los dientes van a su encuentro.
Los hombres desmontaron todos al mismo tiempo y se abalanzaron sobre el joven, al grito de “dadle agua, protegedlo”, “es el rey”, Moreno quedó atónito. Los llevaron dentro de la ciudad, lo cual había creído era un poblado, resultó ser una ciudad de más de medio millón de habitantes. No salía de su asombro, mientras saciaban la sed y comían como animales por el hambre, Moreno miraba atentamente a los guardias que custodiaban al joven rey. Este con su abuelo, acostumbraban a salir al desierto para templar su cuerpo y fortalecer su espíritu, un rey que no conoce su tierra ni a la gente que vive en él, no merece ser rey, así decía el anciano. El muchacho al darse cuenta de la mirada de Moreno, le dice con una sonrisa, tienes mi permiso para llevarte los hombres que quieras, no quiero venganza, quiero justicia. Moreno solo le contesta que él, era la justicia en el desierto, luego de pensar un momento, le da la razón y con un gesto hacia sus guardias les indica, ellos darían la vida por mí y ahora juraran que cuidarán la tuya como si fuera el mismo rey en persona, los hombres se inclinaron frente a Moreno esperando sus palabras. Moreno les manda que se levanten, si hemos de morir que sea como hermanos les dice, y uno por uno mira sus rostros, es la hora de demostrar que la justicia en el desierto solo es de los justos. Dicho esto, se da vuelta y sin una palabra parte en busca del honor. Pero esta historia, quizá la cuente en otra ocasión.

viernes, 11 de febrero de 2011

8º LATIGO


Hacía rato que la pipa no echaba humo, tan entretenido estaba que se olvido de fumar. Entre las piedras luego que la marea se retiraba encontraba los pulpos más deliciosos que se podían conseguir por aquellos lares. Se regocijaba con solo pensar en la rica cena que tendría esa noche en su casa de la playa, le gustaba cocinar afuera en la arena y tenía dispuesta siempre su parrilla, no fuera cuestión de perderse la ocasión de cocinar bajo las estrellas y con el sonido del mar de fondo. Con su gancho también fue pescando peces desprevenidos que quedaron atrapados entre las piedras, se sonreía pensando en los manjares que tendría por varios días, en estos pensamientos estaba cuando no vio el erizo de mar delante de el hasta que lo piso. Se había acostumbrado a andar sin calzado para no patinar en las piedras, por esto fue que sintió en todo su cuerpo y en cada uno de sus nervios el aguijón certero que le quemó hasta la última sensación de placer que tenía en ese momento pensando en su cena. No gritó, pero el sonido gutural que nació de su pecho no parecía humano, algo así como el gruñido por lo bajo de un lobo que se siente acorralado. A los saltos se fue hasta la arena en donde se sentó con mucha dificultad, con un suspiro sacó de su bolso el cuchillo largo y de poca hoja que usaba para filetear la pesca y mordiendo el cabo del cuchillo procede concienzudamente a cortar alrededor de la espina que se había clavado profundamente en su pie, para retirarla por completo sin que se rompiera ni se quebrara dentro de la carne. Su cara fue tomando el color del verano, pasó por el otoño y luego terminó en un color invernal, así de dolorosa era la operación que se estaba haciendo, vio muchos pescadores perder los dedos por infecciones con ese tipo de espinas, donde se rompía dentro, no salía más. Era necesario “cortar por lo sano”, como no tenía intenciones de perder su preciado pie, prefirió perder solo un pedazo de carne. Sabía que se iba a desmayar, se apresuró a taponarse la herida con alga fresca y envolverla con un pañuelo antes de que la obscuridad llegue a su mente. Antes de caer al suelo, recordó un dolor como el que estaba sintiendo, hacía mucho tiempo atrás, un dolor que había olvidado por completo.

El chasquido del látigo amortiguó el rasgar de la piel de su espalda, atado a un poste recibía el quinto latigazo, la gente hacía apuestas para ver en cual golpe se desmayaba el hombre. De su pelo lacio goteaba el sudor como una catarata, la sangre humedecía la arena a sus pies y apretaba tanto los dientes que estaban a punto de astillarse. No les iba a dar el gusto de escucharlo gritar, es seguro que moriría pero lo haría demostrándoles que era más fuerte que el látigo. El verdugo hizo un descanso al décimo latigazo, una mujer de la multitud se apiadó del hombre y se acercó a darle agua de un odre, a lo cual el amo del látigo solo gruñó con poco entusiasmo mientras quitaba la sangre del trenzado de cuero.
Antes de irse la mujer coloca una pequeña daga en sus manos atadas y con una sonrisa le desea buena suerte.
El verdugo estira su látigo en el suelo dando por finalizado su descanso y deseoso de escuchar el alarido del hombre castigado toma impulso para dar el golpe con todas sus fuerzas. La incredulidad se pintó en su cara cuando la punta de su instrumento de castigo se estrelló contra el poste donde un segundo antes estaba Moreno. La daga pequeña pero afilada como un bisturí se clavó en el cuello del verdugo, mientras este se desangraba en un abrir y cerrar de ojos y ante el asombro de la gente, toma el látigo del suelo y haciéndolo restallar en el aire para que nadie se acerque, retrocede lentamente hasta donde todavía estaba su caballo atado a la sombra de una palmera, se sube con mucho trabajo a su montura y se va de ese lugar maldito prometiéndole con la mirada a la gente que volvería. Pero esa es otra historia.
Se despertó con las punzadas de su pie cortado, revisó el apósito improvisado y satisfecho busco su bolso con la pesca.
Dolorido volvió caminando muy despacio a su choza, usando el gancho como bastón, tenía una rica cena que preparar.

domingo, 6 de febrero de 2011

7º TORMENTA


La tormenta de arena en la playa se manifestó de golpe, sin aviso comenzó a golpear sus piernas viejas y débiles, atormentándolo, ofuscándolo hasta ponerlo casi histérico. Esto se debía a una historia que vivió hace años atrás y que nunca había querido volver a vivirla, ni siquiera en sueños. Lentamente comenzó a caminar hacia la calle, la arena enceguecía a todos, solo él permanecía inmutable, comenzaba a revivir en su mente una vez más, lo que aquella vez le hizo perder la cabeza.
El cielo se ensombreció, los hombres miraron hacia arriba y al unísono gruñeron, las miradas fueron tajantes, en un segundo todos tenían en la mente la misma imagen. Hombres encontrados luego de una tormenta de arena, sus cuerpos molidos y retorcidos eran difíciles de olvidar. Pero esta vez el terror fue acaparando sus sentidos, no estaban solos, la caravana en la que viajaban estaba casi toda la aldea, incluida sus familias. Moreno solo dijo unas palabras y estas eran: cada uno con sus familias, casi lo dijo como despedida, todos sabían que esa tormenta de arena, era la más temida del desierto, pero creyeron que en esa época no se la encontrarían, en el desierto no se puede confiar, tiene mente propia y ese fue su error.
El turbante cubría la cabeza y toda la cara, solo dejaba los ojos a la vista, se colocó un antifaz que terminó por tapar por completo su rostro pero dejaba algo de visión necesaria para andar. A lo lejos se veía  como las personas se agrupaban y se cubrían con unos cueros impermeables que se asemejaban a un toldo, el problema de esto es que una vez armada la cobertura se acumulaba tanta arena sobre él, que solo se podía respirar con el aire que queda encerrado ahí, si la tormenta duraba días, no durarían tanto como para sobrevivir. Pero el León del desierto tenía otra cosa en mente, en sus largas salidas recordaba una gruta que encontró cerca de donde los sorprendió la tormenta de arena. Le puso una manta a su caballo para que no sufra el embate infernal de la arena furiosa y partió en busca de la cueva.
Horas después, cansado y sediento volvió para llevarse a los que quedaran vivos, un grupo bastante grande quedaba y eso le dio fuerzas para llevarlos a la salvación. Tres horas después pudieron sentarse a descansar dentro de la caverna, era pequeña pero tenía una roca redonda la que haciéndola rodar podían tapar la entrada para protegerse del viento y el frío nocturno.
Eran treinta personas en un lugar con espacio para diez, apiñados pero felices de no morir con las gargantas secas por la arena. Moreno comenzó a racionalizar los víveres y el agua, el bien más preciado con el que se cuenta en el desierto. Carne seca y dátiles eran todo lo que tenían, solo alcanzaría para tres días, pero el agua solo duraría un día, el resto del líquido precioso se había perdido en la tormenta y nadie se atrevería a salir en busca de los odres desparramados entre las dunas. Los niños fueron los primeros en morir, a pesar de la doble ración de agua que se les daba, sucumbieron ante el cruel desierto que no da ni perdona.
El silencio se fue apoderando del lugar, solo se escuchaba el silbar de las gargantas secas, las mujeres no se atrevían ni a llorar por sus hijos muertos en sus brazos, para no desperdiciar líquidos con las lágrimas. Una idea comenzó a germinar en la mente de Moreno, la mirada de uno de sus guerreros le indicó que no era el único que pensaba en esa solución. La idea de comer sus muertos le hizo estremecer hasta los huesos, no era un temor religioso como cualquiera pensaría, era algo más primordial, más visceral, el que comiera carne humana no sería nunca más la misma persona.
Como si le adivinara el pensamiento, un guerrero sacó su puñal y ante el estupor de su jefe, procedió a degollar sin una palabra mediante al hombre que agonizaba al lado suyo. Ya habían pasado diez días encerrado en esa cueva inmunda sin que la tormenta menguara en su fuerza. La sangre les llenó los labios resecos y partidos por la sed, la carne cruda calmó el hambre atroz, pero no así la mente atormentada. Una mujer se  abre el estomago de un tajo, para que su hijo pequeño tenga que beber y comer, el León del desierto se había convertido en un chacal carroñero, el cual miraba con los ojos vidriosos y delirantes por la sed la locura de esos días. No supo cuanto tiempo pasó, solo quedaban quince de los treinta, el tiempo solo era medido por los gruñidos de su estómago y por la mirada tensa que se daban entre todos, adivinando quien sería el próximo cordero a ser sacrificado por el bien de los demás.
Pasaron las noches, los días, las horas, los segundos interminables, comparados solo con un reloj de arena infinito, que no tiene principio ni fin.
Tomó su cuchillo para aliviar esa tortura, la sed y el hambre, pero también para aplacar la culpa de las atrocidades cometidas. Ninguna mano se movió para  detenerlo, varios hombres sacaron jarras manchadas con sangre seca y esperaron para libar ese precioso líquido caliente y salado. De pronto una luz los enceguece, los aturde, la piedra de la entrada se mueve, acurrucados temblando los encuentran los guerreros que pudieron llegar hasta la aldea y esperar que  la tormenta pase, para comenzar la búsqueda, Moreno y su gente estaban tan absorbidos por el horror de la cueva, que no se dieron cuenta que la tormenta había terminado varias semanas atrás.
Una daga cayó al piso y un hombre se tapó la cara con las manos para que no lo vean llorar.
En silencio se fueron sin mirar atrás.