viernes, 13 de enero de 2012

19º TORMENTA DE ARENA

Aún sentía el olor a pólvora en el aire, la sangre manchaba sus ropas, la última escaramuza lo había cansado bastante, sus hombres rondaban cerca suyo mientras terminaban de rematar a los enemigos heridos, esta vez no habría clemencia. Su espada colgaba de sus manos, como si quisiera salir volando por más sangre. Pero su amo estaba aturdido, ensimismado estaba con los últimos acontecimientos en su mente. No podía quitarse la imagen de su amigo, su hermano. Los ojos de este no suplicaban, sonreían. Demostrando que aceptaba con orgullo la muerte, lavando así su traición.
Moreno sacude su cabeza para alejar estos pensamientos y comenzar a ocuparse de sus hombres, había descansado bastante y los valientes guerreros esperaban sus órdenes. Decidió cabalgar un día más. Tenía la certeza que algo iba a suceder, algo importante en su vida y para el oasis. Los dejó descansar un par de horas más antes de salir al sol ardiente. Los caballos capturados y las armas sobrantes los envió con dos guerreros hasta la tribu para que sirvieran de apoyo para los que quedaron cuidando a su gente.
De pronto el cielo se ennegreció un sudor frío recorrió su nuca cuando miro el horizonte, en la dirección que sus hombres señalaban. Una tormenta de arena se acercaba rápidamente, gritó una sola orden y todos obedecieron al mismo tiempo. Desmontaron y obligaron a sus caballos a acostarse en la arena, les cubrieron los ojos con una venda y se acostaron tapándose ellos mismos y los animales con una manta especial, que ellos mismos rogaban no tener que usar nunca. Moreno en tantos años jamás había presenciado una tormenta de arena, pero sabía lo que podía causar, muchas veces en sus andanzas por el desierto había encontrado los cadáveres de los que sufrieron el embate de la tormenta. Esas imágenes fueron precisamente lo que hizo que sudara frío al ver la nube acercarse.
Se acurrucó bien cerca de su caballo, en la mano derecha apretó bien fuerte su odre con agua y en la otra un trozo de carne seca y una bolsita con dátiles, no podía saber cuanto duraría la obscuridad y el que se arriesgaba a asomar la cabeza corría el riesgo de cegarse y deambular por el desierto sin que nadie pudiera ayudarle. Era la ley de la supervivencia. Ni siquiera por él sus hombres saldrían de su cobijo. Rogaba que los animales aguantaran la sed.
Tres días después dejó de soplar el viento y el azote de la arena contra su manta dejó de sonar, le costó mucho sacudirse la arena de encima, estaba enterrado en casi un metro de arena.
Sus hombres no soportaron el encierro, aturdidos por el ruido de la tormenta y desorientados quisieron escapar, pero la muerte los encontró primero. Desparramados por las dunas estaban sus cuerpos mutilados por la arena devoradora de carne.