Moreno tenía la cara enterrada en sus manos, las lágrimas se escapaban abundantemente, como si quisiera regar toda la arena de la playa con ella. Se sentía tan solo y abatido, la edad cada día le pesaba más, hacía décadas que había vuelto con la esperanza de encontrar a Elizabeth, pero la desazón de no saber nunca más de ella, le melló el corazón. Ese corazón aguerrido que supo amar a su pueblo perdido en la inmensidad del desierto, un corazón henchido por el amor de la gente. Pero necesitaba más, necesitaba el amor de un hijo, lo cual no pudo tener, en las tiendas las mujeres discutían con cual de ellas se quedaría “el león”, pero lo que no sabían de él, era que no necesitaba una mujer, el solo amaba a una mujer y era Elizabeth. En su pecho no había lugar para otro nombre y tampoco lugar en su cama. Y las mujeres lo respetaron y adoraron por ser hombre de una sola mujer, pensaban que era un santo guerrero. Aunque habían pasado años de su despedida, el seguí soñando, aferrándose a la idea que ella siempre estaría esperándolo, pensando que la decisión que tomó era parte del destino que compartían y que compartirían mas allá de todo.
Las lágrimas no cesaban, su corazón estaba partido en mil pedazos, se culpaba de haber partido hacia la aventura, se debería haber quedado con ella, vivir la vida y tener hijos con ella. Ahora era tan claro, la vejez permitía mirar hacia atrás y evaluar todas las partidas ganadas y todas las derrotas asumidas. Pero todo era desolador, sospechaba hace mucho tiempo que Elizabeth ya no existía más que en sus recuerdos, era algo que sentía en su pecho, una congoja que se quedaba mucho tiempo con él.
Recordó una y otra vez los pocos momentos vividos con ella y pedía perdón en silencio por no haber sido lo que ella quería, por haber buscado otra vida, una vida de aventuras para convertirse en hombre, seguir un sueño creyendo que otros sueños esperarían por él. La cruda realidad en sus setenta años le decía que ya le quedaba poco tiempo en la vida y que esos momentos los viviría amargado y triste, soñando por lo que no fue ni será en vida.
A veces tenía sueños por las noches y cuando dormitaba en el atardecer a la sombra del faro, sueños de un bosque y una mujer envuelta con un vestido blanco que parecía flotar alrededor de ella, la mujer le sonreía y señalaba con su mano hacia el bosque, un sendero marcado por piedras en sus costados. Se oían ladridos a lo lejos a lo cual la mujer le decía que aún no era tiempo de buscarlo, pero que pronto sería el encuentro. Y riéndose desaparecía despidiéndose a lo lejos con el brazo levantado. Se despertaba agitado por el sueño, pero sin miedo, solo intrigado que siempre soñaba lo mismo y se preguntaba quien sería esa mujer que parecía un hada. El saludo de despedida de ella le resultaba conocido, pero estuvo en tantos puertos y vio tantos brazos agitándose despidiendo a los que partían que le parecía normal reconocer el saludo.
El llanto iba menguando, la tarde iba muriendo junto con el corazón del viejo, la pipa apagada hace rato a un costado en la arena sucia de algas. Los ojos derrotados de Moreno miraron el horizonte una vez más, como si esperara que un barco volviera a buscarlo para sacarlo de la soledad, para volverlo a la vida.
Un suspiro, una sacudida enérgica a su pipa para limpiarla de la arena y con lentitud emprende la vuelta a su choza.
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