sábado, 19 de marzo de 2011

11º COMETA

El dolor de cabeza era atroz, imposibilitaba realmente todo movimiento con el cuerpo. Las continuas nauseas y el mareo hacían insoportable el vaivén de su montura. Ya con el estómago vacío con tanto vómito y deshidratado comienza a vislumbrar la derrota. Era inútil seguir adelante perdiendo fuerzas contra el calor y la falta de líquidos. Así que decide hacer un alto y levantar una minúscula tienda para esperar el desenlace con un poco de sombra fresca aunque sea, para partir con la mente despejada. Su caballo completamente agotado se deja caer sobre la arena y apenas unos resoplidos por lo bajo podía hacer del cansancio mientras moría por la sed.
La fiebre iba y venía, en los momentos que el ardor disminuía aprovechaba para recorrer los alrededores de la tienda improvisada para buscar algún indicio de agua, alimento o poblado. La infección generalizada no podía pararla, no era solo un corte de su última batalla, eran muchos tajos imposibles de curarlos todos. Pero igualmente preparó un fuego y calentando una vez más su daga al rojo vivo cauterizó nuevamente sus heridas, se desmayo varias veces, entre el olor a carne quemada se sentía el olor dulzón fuerte de la putrefacción, se acercaba el fin, lo sabía y se recostó a soñar con los ojos abiertos, una playa y el romper de las olas en una escollera le hacían sonreír, veía a Elizabeth correr hacia él y arrojarse en sus brazos para caerse en la arena los dos riendo y sabiendo que no habría momento más perfecto que ese, se miraban a los ojos mucho tiempo, guardando en sus mentes cada detalle ínfimo del rostro del otro. Ella le decía que jamás sería tan feliz como ese día, el grababa en su mente el rostro suave y feliz de Elizabeth y pensaba en la forma de decirle que emprendería un viaje en poco tiempo. Las lagrimas comenzaron a caer, una a una se fueron juntando en su cara y siguieron su camino hasta el cuello donde quedaron sobre un amuleto que hacía poco una vieja de una aldea le regaló para que esté protegido. El solamente se rió y se colgó el amuleto sobre su pecho, era una serpiente que se mordía la cola, el símbolo del infinito.
Se despertó cuando ya anochecía, la fiebre le hacía delirar y perdía la noción del tiempo, no sabía cuanto tiempo pasó descansando en la tienda, horas, días o semanas.
Miró el cielo estrellado, un cometa famoso estaba surcando los cielos en ese tiempo, maravillado se levantó para poder verlo mejor, del otro lado del mundo en ese momento Elizabeth recibía una visita que le dejaría un amuleto para su protección.
Las luces de una caravana se reflejaban en la noche, de no haberse incorporado no las habría visto, a los tropezones se dirigió hacia ellos para pedir ayuda mientras acariciaba su amuleto lleno de lágrimas.
A lo lejos un perro negro lo observaba atentamente.

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