El mar estaba en calma, pero el cielo se iba poniendo cada vez más obscuro. La gente se iba yendo de la playa, solo quedaba el viejo con su pipa. Sus ojos miraban el horizonte, las nubes negras comenzaron a llorar las aguas que venían trayendo. El viejo se calzó su sombrero de cuero, guardó la pipa en el bolsillo y se encaminó al faro.
Hacía años que no iba, los recuerdos eran tan tristes y solitarios que era impensable ver el faro sin que las lágrimas fluyeran en un torrente. Pasaron los años y siempre su mirada buscaba el horizonte, como si esperara que los barcos pesqueros trajeran buenas noticias. Lo único que traían era más soledad al ver las familias de los pescadores que los esperaban ansiosos de abrazarlos al llegar sanos y salvos de las garras del mar traicionero.
El faro viejo y descascarado se alzaba impertérrito al embate del viento y el aguacero, sus paredes antiguamente bellas ahora se encontraban ajadas por el tiempo. Las manos viejas se posaron en su piedra y la recorrieron casi como una caricia que le da un amante a su amor reencontrado luego de años de no verse. La puerta había perdido todo el esplendor que poseía, al viejo le costó abrirla por el óxido. Las telarañas parecían cortinas que se pegaron en su cabeza, sacó de sus ropas una pequeña linterna que tenía por si el camino de vuelta se ponía muy obscuro, la luz iluminaba apenas el recinto, la escalera lanzaba figuras fantasmagóricas en las paredes. Un suspiro las espantó como quien saca imágenes de su mente, el silencio era atroz, el eco de sus pisadas resonaban parecían resonar por toda la playa, los truenos que se escuchaban de fondo eran comparables al ruido que hacían sus latidos en el pecho acongojado por los recuerdos.
Uno a uno los peldaños fue subiendo, parecieron eternos sus pasos, quizá no quería llegar al final del camino en donde se encontraría con el adiós que una vez se dijeron.
Los rayos serpenteaban entre las nubes, la puerta que daba al barandal se había perdido hace años, el viento y el frío golpearon sus arrugas, una tímida sonrisa aplacó el temor del recuerdo lúcido. Casi podía sentir su perfume flotando en el aire marino, el perfume de Elizabeth.
No soportó más el dolor y emprendió la retirada. Esa noche soñó con ella, y el perfume clavado en su corazón.
viernes, 27 de abril de 2012
martes, 24 de abril de 2012
25º CORAZÓN
La lluvia cubría la playa desierta, la luz de los rayos iluminaban el mar. Las estrellas lejanas no podían salir a festejar la noche, las nubes negras cubrían todo el cielo.
Moreno acostado en la arena, dejaba caer cada gota de lluvia en su piel. Dormitaba cansado por el esfuerzo de nadar tanto, sus barco había naufragado unas horas atrás y aunque se veía la costa desde donde comenzó a nadar, no se encontraría con ninguna nave de salvamento que fuera en sus ayuda, la tormenta era tan fuerte que nadie se atrevía a salir, ni siquiera la guardia costera.
Así que tuvo que tuvo que usar todas sus fuerzas para sobrevivir. No era la primera vez, ni sería la última en la que su vida corría peligro. Estaba tan acostumbrado que era algo que lo tomaba casi con burla. Se mofaba de la muerte, que inútilmente lo buscaba una y otra vez. Su forma de ser era así, encaraba al destino que se le interponía en el camino. Pero había algo que lo llevaba a nadar con todas sus fuerzas, la promesa del reencuentro con Elizabeth.
Pero no sabía lo cerca que estaba de ella, unos pocos kilómetros, ella se encontraba en Marruecos en su gira fotográfica.
No le preocupaban los tiburones, con la terrible agitación del mar, era improbable que salieran a buscar comida en la superficie agitada. A lo único que le temía es que el mar embravecido lo azotara contra las rocas o el coral, si el golpe no lo mataba el olor de la sangre manando de su cuerpo atraería indefectiblemente a los predadores.
La costa estaba cada vez más cerca, podía ver las luces a lo lejos. Descanso unos minutos, el esfuerzo de pelear con las olas era terrible. Varias veces lo cubrieron completamente, creyendo que era su fin se encomendó al destino y siguió nadando. Las olas cada vez más fuertes le indicaron que estaba cerca de la costa, había sido arrastrado hasta una zona muy obscura, no se veían casas cercas. La obscuridad era total. Una forma conocida y añorada le devolvió la cordura, sacó fuerza del corazón y nadó los últimos cientos de metros. Una ola lo depositó sobre la arena y se arrastró hasta estar seguro que podría acostarse a descansar sin temor de ser arrastrado nuevamente mar adentro.
No supo cuanto tiempo estuvo tirado, pero se hacía de día. Se levantó tambaleando y caminó hasta el faro, como si lo esperara para vivir una vez más con sus recuerdos.
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